Navidad
en las estrellas
Inés
Mingo Pérez
El ambiente navideño se había apoderado de mí. De fondo
recuerdo que se oía la canción “Jingle Bell Rock” en un viejo reproductor de música que a veces se atrancaba, pero a mí
me gustaba ya que era de los pocos objetos que me había traído de mi hogar.
Para animar un poco el reducido espacio de mi nave, había pegado a la mesa un
ridículo árbol navideño de plástico y por las paredes había puesto unas
guirnaldas de colores, que aunque lo intentaban, no llegaban a animar el
ambiente. Mi nave estaba a unos 3.000 millones de kilómetros de la tierra y
estaba solo, rodeado de oscuridad y silencio. Ese silencio que no cesaba ni un
segundo. Me veía en la obligación de interrumpirlo para no caer en una locura
eterna. Como era el día de Navidad, la Tierra desprendía una aureola de luces
navideñas que se perdían en la inmensa oscuridad del universo. Cómo echaba de
menos pasear por las calles de mi ciudad y estar rodeado de luces y gente
tomando chocolate caliente, con sus hijos agarrados de sus manos, preocupados
de perderlos entre la multitud. Dentro, en mi nave, flotaban unos envoltorios
de la comida repugnante que tenía que tomar. Flotaban como si tuvieran vida
propia. Las paredes estabas llenas de cables, botones y paneles que parpadeaban
y mostraban comandos muy complejos que eran los que me habían traído hasta
aquí, hasta una inmensa masa de oscuridad, silencio, frío y soledad. Eso era lo
que me mataba, la soledad. De repente mi ordenador sonó estrepitosamente. Mi
familia me estaba enviando una video-llamada. Rápidamente me impulsé hacia la
mesa. Respondí y vi a mi mujer, mis hijos, mis sobrinos, mi hermana y su marido
y mis padres todos reunidos frente de la pantalla del ordenador con unas sonrisas
espléndidas. Todos gritaron al unísono “¡Feliz Navidad!”. Contuve mis lágrimas
y mandé mi felicitación de vuelta a la Tierra. Se me hizo un vacío en el
corazón al verme rodeado de cables y bolsitas de comida envasada. Mis hijos me
saludaban gritando de alegría. Eran tan pequeños y estaban tan lejos de su
padre... Mientras contestaba a su avalancha de preguntas, de pronto todo el
armatoste de metal en el que me encontraba comenzó a tambalear peligrosamente.
En el ordenador ahora se veían unas inmóviles figuras que parecían congeladas
en el tiempo. El temblor no cesaba. Mi pequeño árbol de navidad se despegó de
la mesa y quedó flotando por el aire inexistente. La conexión no volvía a mi
ordenador. Mi mujer seguía ahí, tras la pantalla como una estatua. Entre las
millones de luces de mi panel de control, una grande y vistosa comenzó a sonar
y a parpadear. Mi nave había perdido el control. Algo me golpeó en la cabeza.
Era ese estúpido árbol. Lo pegue de nuevo a la mesa con rabia pero se le
cayeron algunos adornos que comenzaron a volar. Noté una fuerte presión en el
pecho que aumentaba notablemente. Esa imagen de mi familia petrificada, sin
sentimientos, cada vez resultaba más inquietante. Volví a mi pantalla de
comandos y escribí lo que yo creía que iba a devolver mi nave a un estado de
calma. Pero volvieron de nuevo las turbulencias y mi estrés con ellas. No
estaba siendo la Navidad que hubiera deseado, con regalos, turrón, villancicos,
luces… bueno, luces sí había, pero no las que yo quería en ese momento. Miré
por la ventana y vi lo último que quería ver. Un enorme vacío me amenazaba en
la lejanía. Muchos kilómetros nos separaban, pero no había otra cosa cerca de
él, así que se distinguía a la perfección.
Un agujero negro nos atraía cada vez más fuerte
hacia su indefinido núcleo. Era una gran masa que giraba sin rumbo fijo. Me quedaba
muy poco para no poder salir de ahí, para acabar con toda esta locura de viaje.
Me agarré a las paredes y floté rápidamente hasta los mandos de control. No me
quedaba mucho tiempo. Activé el piloto y las reservas de combustible para caso
de emergencia. Estaba al límite y mi corazón también, a punto de ser absorbido por
ese cuerpo infernal. Le di al botón con todas mis fuerzas para activar los
propulsores. Pero de repente se paró el tiempo. Todo se volvió blanco ante mis
ojos. Comenzaron a pasar rápidamente unas imágenes que reconocí. Me vi de niño
jugando con una pelota con mi padre. La imagen cambió y aparecí en la puerta de
un instituto con mi mochila a la espalda, nervioso de comenzar un nuevo curso.
La imagen volvió a cambiar y vi a mi mujer, tumbada en la cama de un hospital
con mi hijo recién nacido en brazos, luego a toda mi familia bajo un gran árbol
de Navidad abriendo sus regalos y después oí la voz de mi hijo, que me llamaba
insistentemente. La luz blanca se fue desvaneciendo pero la voz de mi hijo
seguía sonando. Miré hacia el ordenador y allí estaba él, con el jersey que yo
le había dejado en la Tierra para que no se quedase sin el regalo de su padre.
Las turbulencias habían cesado, todo estaba en calma de nuevo. Mi hijo comenzó
a acercarse a la cámara del ordenador y me dijo:
-Feliz Navidad papá, te quiero.
Emocionado, miré por la ventana y una luz atravesó
la oscuridad, decorándola como un árbol de Navidad. Era una estrella fugaz, la
más bonita y delicada que hubiera visto nunca. Volví mi mirada al ordenador y
ahí seguía mi hijo, sonriente. Y le dije:
-Hijo, acabo de ver la estrella de los reyes magos.
Ya van hacia la tierra. Acuéstate pronto para que te dejen tus regalos.
Miré al frente de nuevo y vi que me acercaba a la
estación espacial. Me imaginé que dentro, tras los cristales, estarían mis
compañeros, con botellas de champán, turrón y luces navideñas decorando el
interior. Había completado mi misión.
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