RELATO 17. "NAVIDAD EN LAS ESTRELLAS". INÉS MINGO PÉREZ

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Navidad en las estrellas
Inés Mingo Pérez

El ambiente navideño se había apoderado de mí. De fondo recuerdo que se oía la canción Jingle Bell Rock en un viejo reproductor de música que a veces se atrancaba, pero a mí me gustaba ya que era de los pocos objetos que me había traído de mi hogar. Para animar un poco el reducido espacio de mi nave, había pegado a la mesa un ridículo árbol navideño de plástico y por las paredes había puesto unas guirnaldas de colores, que aunque lo intentaban, no llegaban a animar el ambiente. Mi nave estaba a unos 3.000 millones de kilómetros de la tierra y estaba solo, rodeado de oscuridad y silencio. Ese silencio que no cesaba ni un segundo. Me veía en la obligación de interrumpirlo para no caer en una locura eterna. Como era el día de Navidad, la Tierra desprendía una aureola de luces navideñas que se perdían en la inmensa oscuridad del universo. Cómo echaba de menos pasear por las calles de mi ciudad y estar rodeado de luces y gente tomando chocolate caliente, con sus hijos agarrados de sus manos, preocupados de perderlos entre la multitud. Dentro, en mi nave, flotaban unos envoltorios de la comida repugnante que tenía que tomar. Flotaban como si tuvieran vida propia. Las paredes estabas llenas de cables, botones y paneles que parpadeaban y mostraban comandos muy complejos que eran los que me habían traído hasta aquí, hasta una inmensa masa de oscuridad, silencio, frío y soledad. Eso era lo que me mataba, la soledad. De repente mi ordenador sonó estrepitosamente. Mi familia me estaba enviando una video-llamada. Rápidamente me impulsé hacia la mesa. Respondí y vi a mi mujer, mis hijos, mis sobrinos, mi hermana y su marido y mis padres todos reunidos frente de la pantalla del ordenador con unas sonrisas espléndidas. Todos gritaron al unísono “¡Feliz Navidad!”. Contuve mis lágrimas y mandé mi felicitación de vuelta a la Tierra. Se me hizo un vacío en el corazón al verme rodeado de cables y bolsitas de comida envasada. Mis hijos me saludaban gritando de alegría. Eran tan pequeños y estaban tan lejos de su padre... Mientras contestaba a su avalancha de preguntas, de pronto todo el armatoste de metal en el que me encontraba comenzó a tambalear peligrosamente. En el ordenador ahora se veían unas inmóviles figuras que parecían congeladas en el tiempo. El temblor no cesaba. Mi pequeño árbol de navidad se despegó de la mesa y quedó flotando por el aire inexistente. La conexión no volvía a mi ordenador. Mi mujer seguía ahí, tras la pantalla como una estatua. Entre las millones de luces de mi panel de control, una grande y vistosa comenzó a sonar y a parpadear. Mi nave había perdido el control. Algo me golpeó en la cabeza. Era ese estúpido árbol. Lo pegue de nuevo a la mesa con rabia pero se le cayeron algunos adornos que comenzaron a volar. Noté una fuerte presión en el pecho que aumentaba notablemente. Esa imagen de mi familia petrificada, sin sentimientos, cada vez resultaba más inquietante. Volví a mi pantalla de comandos y escribí lo que yo creía que iba a devolver mi nave a un estado de calma. Pero volvieron de nuevo las turbulencias y mi estrés con ellas. No estaba siendo la Navidad que hubiera deseado, con regalos, turrón, villancicos, luces… bueno, luces sí había, pero no las que yo quería en ese momento. Miré por la ventana y vi lo último que quería ver. Un enorme vacío me amenazaba en la lejanía. Muchos kilómetros nos separaban, pero no había otra cosa cerca de él, así que se distinguía a la perfección.
Un agujero negro nos atraía cada vez más fuerte hacia su indefinido núcleo. Era una gran masa que giraba sin rumbo fijo. Me quedaba muy poco para no poder salir de ahí, para acabar con toda esta locura de viaje. Me agarré a las paredes y floté rápidamente hasta los mandos de control. No me quedaba mucho tiempo. Activé el piloto y las reservas de combustible para caso de emergencia. Estaba al límite y mi corazón también, a punto de ser absorbido por ese cuerpo infernal. Le di al botón con todas mis fuerzas para activar los propulsores. Pero de repente se paró el tiempo. Todo se volvió blanco ante mis ojos. Comenzaron a pasar rápidamente unas imágenes que reconocí. Me vi de niño jugando con una pelota con mi padre. La imagen cambió y aparecí en la puerta de un instituto con mi mochila a la espalda, nervioso de comenzar un nuevo curso. La imagen volvió a cambiar y vi a mi mujer, tumbada en la cama de un hospital con mi hijo recién nacido en brazos, luego a toda mi familia bajo un gran árbol de Navidad abriendo sus regalos y después oí la voz de mi hijo, que me llamaba insistentemente. La luz blanca se fue desvaneciendo pero la voz de mi hijo seguía sonando. Miré hacia el ordenador y allí estaba él, con el jersey que yo le había dejado en la Tierra para que no se quedase sin el regalo de su padre. Las turbulencias habían cesado, todo estaba en calma de nuevo. Mi hijo comenzó a acercarse a la cámara del ordenador y me dijo:
-Feliz Navidad papá, te quiero.
Emocionado, miré por la ventana y una luz atravesó la oscuridad, decorándola como un árbol de Navidad. Era una estrella fugaz, la más bonita y delicada que hubiera visto nunca. Volví mi mirada al ordenador y ahí seguía mi hijo, sonriente. Y le dije:
-Hijo, acabo de ver la estrella de los reyes magos. Ya van hacia la tierra. Acuéstate pronto para que te dejen tus regalos.

Miré al frente de nuevo y vi que me acercaba a la estación espacial. Me imaginé que dentro, tras los cristales, estarían mis compañeros, con botellas de champán, turrón y luces navideñas decorando el interior. Había completado mi misión.

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